Por Viridiana Rivera Solano
Aún era de día cuando comenzó el caos. La luz del sol, de pronto, se vio opacada por la polvareda emanada de los edificios derrumbados, demolidos por aquellos viles hombres desconocidos.
En un rincón de un templo desmoronado, se escuchó el alarido sollozante de una mujer; me acerqué y miré que su pareja, un hombre delgado y fornido, había sido asesinado, posiblemente a causa de un golpe en la cabeza; aún podía mirar la sangre borbotando del cráneo, y su rostro con el ceño fruncido, quizás su último gesto ante la lucha por defender la vida de su desdichada compañera. Percibí que la dolida mujer se encontraba en posición fetal, inocente, inofensiva e indefensa; descalza, modesta, y quebrada en llanto, arrojó a un lado un recipiente de barro y su mecate con el que pareciera que colocó unas flores en serie de cempasúchil y de floripondio blanco debajo de una escultura del templo.
Se encontraba abrazando a un hombre que, bendecido e iluminado por la gracia divina, aclamaba a Dios misericordia para aquellos infames pecadores que culminaron con la vida de una población de naturales. La mujer se refugió en aquel hombre de mirada desasosegada, con pálida tez, de rostro surcado por los años, de cruz en mano apuntando hacia el corazón, de apariencia de evangelizador.
Me acerqué hacia tal escena trágica y, de esa manera, supe lo que había sucedido. El pobre hombre había sido acompañado por su esposa para colocar flores en la tumba de sus antepasados. En seguida, un grupo de crueles españoles los atacaron, arrebatándole la vida al esposo de la desaventurada mujer. Estábamos en la cruda conquista española, y el fraile era Bartolomé de las Casas, quien se dedicó a defender a los naturales de las injusticias de los conquistadores.
Esta écfrasis se inserta dentro del marco del 500 Aniversario de la Conquista Española en México.
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