Por Elba Paniagua
Ilustraciones: Kris Paniagua
La mañana del diez de agosto parece una mañana tan como cualquier otra, que pasa desapercibida, que no se recuerda, porque la memoria la retiene solo un momento antes de eliminarla permanentemente. La existencia humana ya no contempla mañanas de ningún tiempo. Sin embargo, esta mañana es diferente por una cosa, una cosa que me ha mantenido en vela por días, por temor a verlo, una cosa que hace imposible mi existencia.
Me alisto para ir a trabajar con mi habitual rutina, sin perder un solo detalle. Salgo a la puerta para subir a mi auto y ahí está de nuevo, mirándome, tan fijamente como la primera vez ¿Qué fascinación enferma y desafiante encontraba en mi cara? ¿Acaso yo era un enigma para su especie? Me intensifica los latidos, el nerviosismo es evidente, pero intento disimularlo. Miro a mi alrededor, buscando el contacto de otro individuo que, como yo, repruebe el comportamiento de esa criatura desagradable. Pero estoy solo, en la puerta de mi casa, a las ocho de la mañana. ¿Cómo deshacerte de algo que te causa tanta repugnancia? Me han dicho que simplemente mire para otro lado, pero no puedo; sería mejor que él desapareciera. Cuando era niño pasó lo mismo, pero él ganó, no pude hacer nada.
Aprovecho una distracción suya y me apresuro a entrar a mi auto para alejarme lo más rápido posible, antes de que note mi ausencia. Sé que me mira, que disfruta atormentarme, no importa a dónde vaya; juraría que, de hecho, ha sido el responsable de mis pesadillas. Se burla de mí, presentándose inocente frente a otros. Los vecinos lo acarician, lo alimentan, le sonríen, ¡incluso él tiene nombre! Es falso e hipócrita, le creen porque no saben cómo yo la verdad… la maldad que esconde su mirada, esos ojos redondos, vacíos, negros, fijos…
Enciendo el auto para alejarme, pero ya no lo veo, desapareció. Miro en el asiento de atrás para cerciorarme de que no esté allí y cierro las puertas con seguro: si puede mirar así, con tanta maldad, seguro también podrá abrir puertas. Lo escucho, ahí está otra vez, ese maldito graznido causa un efecto en mis sentidos que me desespera y enloquece: ahí está, en plena calle, parado frente a mí, retándome. Me mira fijamente, no tiene intención de dejarme pasar. Mi ritmo cardíaco se acelera, siento las gotas de sudor resbalando por mi frente, el aire empieza a viciarse, me falta oxígeno, pero no puedo abrir la ventana porque, si la abro, entrará por ahí ¿Por qué no deja de mirarme? Cierro los ojos, pero cuando lo hago lo veo más cerca, como si al abrirlos apareciera frente a mí.
Los abro, aún está parado frente a mi auto. Toco el claxon desesperadamente, pero no cambia nada. ¡Esto es el colmo!, ¡ya ni siquiera puedo ir a trabajar!
Camina hacia mí y lo sabe, sabe que me tiene, que estoy debilitado, pero no me vencerá: solo uno puede quedar y ese seré yo. Le advierto una vez más, la bocina suena repetidas veces, los vecinos comienzan a salir, otros se asoman por sus ventanas atraídos por la curiosidad. Me alegra, así verán su verdadera naturaleza, quizá, una vez que se den cuenta, hasta me ayuden a acabar con eso.
Está muy cerca, subirá al cofre de mi coche y me matará. Sí, eso hará, ya no puedo más, siento asfixiarme, tengo que huir, salir de ahí como sea, estoy temblando, los vecinos no me ayudan, solo se quedan mirando, tal vez ellos también le temen. Piso el acelerador sin pensar, escucho un crujido al avanzar, la vecina sale corriendo y se para frente a mí, apenas alcanzo a detenerme de golpe, comienza a gritarme, pero no entiendo lo que dice, así que con precaución bajo el vidrio:
—¡Lo mató! ¿Qué hizo? ¿Cómo no se dio cuenta?
Va hacia la parte trasera de mi coche. Me bajo y la sigo con cautela, ella se agacha y, cuando se incorpora, voltea hacia mí con eso en las manos. Ahí está la vecina, llorando desconsolada, sosteniendo a ese maldito pato desnucado…
Al fin gané, siento un alivio inmediato porque ya no podrá atormentarme, ya no me mirará más. En medio del alboroto, salen los demás vecinos y la rodean, tratando de consolarla. Deberían agradecerme… Conteniendo la alegría, miro a la vecina que camina hacia su casa y, esa cosa, en su último intento para fastidiarme, me mira aún con la cabeza colgando en el brazo de su antigua dueña, por última vez.
Anatidaefobia: Es definido como el miedo a ser observado por un pato. El término fue inventado por el caricaturista Gary Larson, creado en la tira cómica The Far Side, que se desarrolló del 1 de enero de 1980 al 1 de enero de 1995.
Elba Lillian González Paniagua es egresada en Literatura Dramática y Teatro por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus líneas de interés e investigación son los Estudios de Género, Literatura del siglo XIX, y temas relacionados al horror y el terror. Ha escrito reseñas de cine y novela corta en publicaciones independientes, así como traducción de poesía. Tradujo textos del inglés sobre migración e inclusión en la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA). Actualmente, brinda asesorías de reseña literaria en Librería Porrúa, y ganó el Primer Lugar de Calaveritas Literarias Porrúa. Es colaboradoras de Fundación Guendabi’chi’ A. C.