Jardinería y recreación

Por Amalinalli Armendariz

Desde el segundo mes de pandemia, tras un largo hartazgo, comenzó a buscar actividades que le permitieran distraerse un poco de la monotonía del aislamiento y hastío que le provocaba el encierro total. Siempre había sido una persona “de exterior”, de esas que gustan de pasar mucho tiempo fuera de casa, en compañía o sola, de las que exploran, conocen lugares nuevos, hacen cosas divertidas y prueban la comida de todos los lugares a los que iba.

Por eso, durante el primer mes en el que se encontró sin esa posibilidad de seguir con su vida normal, le consoló la promesa de una fecha en la que podría retomar todo en donde lo había dejado. Comenzó la cuenta regresiva y marcó en el calendario el “Día de la liberación”. Así, cada día se las arregló para hacer algo que mantuviera su mente distraída de esa penitencia que había decidido enfrentar como «vacaciones forzadas». Como podemos ver, le encantaba poner nombres dramáticos a todas las cosas que le pasaban; siempre le ha parecido que le da emoción cualquier cosa, por minúscula que sea.

Sin embargo, en las noticias cada vez aplazaban más el “Día de la liberación”, de modo que el calendario quedó lleno de tachones y círculos rojos que se recorrían por semanas, rompiendo la esperanza y creando una indiferencia que comenzaba a quemarle los pies, las manos… ¡Y la cabeza! Parecía un autoengaño, una broma de muy mal gusto que deseaba descubrir para que terminara, como en los programas de televisión. 

Con esto en mente, una noche de insomnio lo planeó todo y decidió dedicar un día entero a buscar cámaras dentro de su departamento, pues su cabeza le decía que seguramente era un experimento que sus amigos le habían preparado para ver cómo reaccionaba a un encierro de tal magnitud. Todo parecía tener sentido. Se despertó temprano y empezó a hablar hacia la nada, como si tuviera un público que le observase, intentaba parecer natural y en el momento menos esperado, ¡zaz! Saltaba hacia una esquina u objeto y lo examinaba ansiosamente; pero no encontraba nada.

Por fin, después de dos meses, lo aceptó: tendría que permanecer más tiempo en casa y era preferible hacerlo de la mejor manera posible. Entonces comenzó a buscar en Internet sobre actividades que le ayudaran a mantener la cordura –o quizá recuperar un poco de la que ya había perdido–. Entre todas las páginas de Internet que visitó, concluyó que había dos actividades que le interesaban porque nunca las había intentado: jardinería y papiroflexia.

La papiroflexia la descartó después del octavo doblez que pretendía llegar a ser una mantis religiosa, pero parecía más un banco deforme de dos patas. Así que le quedaba intentar la jardinería; sin embargo, no dejaba de pensar en lo pequeño que era su departamento y el diminuto espacio que tenía disponible en su zotehuela. Pero el ánimo tenía que seguir arriba, pues había leído que el tiempo que se invertía en esta actividad resultaba altamente beneficioso para el bienestar mental y era evidente que necesitaba eso.

Con la cabeza llena de ideas de cultivos verticales y en la azotea, tipos de plantas para interiores y los procesos que tenían cada una, eligió los que más le gustaban y eran “a prueba de mataplantas”; hizo una lista de las cosas que iba a necesitar, alistó su “equipo protector anti covid y otros etcéteras” y salió a la calle. Al principio le inundaba el pánico y quería rociar desinfectante a todo ser humano que pasaba a unos metros de su espacio vital, pero se le fue olvidando tras saborear esa pequeña libertad y la emoción de su futura compra. 

Regresó a casa con más bolsas, plantas y semillas de las que podía cargar, pero que de algún modo logró acomodar estratégicamente para llevarlas a su destino, su nueva casa. Dejó todo en el piso y destapó las plantas para que respiraran. Se dirigió a su cocina para preparar un aperitivo, mientras comenzaba a imaginar en qué lugar pondría cada cosa, qué plantas podrían estar más cerca de la ventana y cuáles estaban bien sin tanta luz; la alegría circulaba alegremente por su cuerpo…

En realidad, también tenía miedo, porque nunca había cuidado ninguna otra cosa, se encargaba solo de su existencia y a veces no había resultado del todo bien, como algunas cicatrices podían testificar; pero bueno, la idea es que fuera algo nuevo y divertido, así que tenía que seguir adelante, además ya todo estaba ahí en su sala y ahora necesitaba procurar el bienestar de otros seres que aunque no hablaran, estaban vivos.

Se sentó en el piso y observó todo. Puso música agradable y comenzó el trabajo de trasplantar en las nuevas macetas a las pequeñas plantitas que le harían compañía un largo tiempo, y a sembrar las semillas de lechuga, cilantro y perejil que después, con suerte, se convertirían en un micro-huerto citadino. 

De pronto, cantando y bailando empezó a escuchar unas pequeñas vocecitas que le hacían coro. Se asustó muchísimo, pues ya alguien le había contado de los duendes y se había reído de ello hasta dolerle el estómago; pero, ahora, era lo único que estaba acechando en su mente. Se hizo un silencio. Procuró tranquilizarse y continuó con su trabajo. Al quitar la “Cuna de Moisés” de la maceta estándar, escuchó un –¡ay, aaay, con cuidado, esa raicita es nueva y aún no es fuerte!– Acto seguido, muchas risitas llenaron el espacio. 

Le costó varios minutos recuperarse del asombro y mucho más retomar su labor. En cuanto lo logró, no hubo ningún poder natural o sobrenatural que detuviera esa charla entre dos de los reinos de la naturaleza. Así conoció la personalidad de todas sus nuevas compañeras y se generó una armonía increíble en su departamento, pensó que si así era la vida de todos los que tienen plantas o se dedican a la jardinería, podía entender por qué se decía que era una actividad terapéutica.

Unas semanas después, le llegó por paquetería esa planta carnívora, casi de su tamaño, que había ordenado por Internet. Al abrir el paquete se preguntó si la nueva inquilina podría hablar también, ¿qué cosas podría decir? ¿Sería peligrosa? Terminó de quitarle la envoltura y unas fauces enormes salieron primero, sus hojas empujaron el resto del cartón y en un abrir y cerrar de ojos todas las plantas se encontraron solas, sin protección alguna, presenciando una escena del crimen que no podían contarle a nadie.

Imagen de portada: ShutterStock

 

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