por Teresa de los Ángeles Cortés Villa
Ilustraciones: José Garduño
Cuando cursaba la preparatoria, cada noche pasaba frente a la Escuela de Música de regreso a mi casa y, por esos tiempos, solo tenía un sueño: formar parte de ella. La música de cámara me llamaba. Escuchar alguna pieza que me gustara hacía vibrar todo mi ser. Aunado a ello, mis exámenes vocacionales de aptitudes y habilidades, siempre arrojaban buen resultado hacia el campo artístico y, específicamente, hacia el musical. Me imaginaba formando parte de una gran orquesta. Un día, cuando tenía aproximadamente ocho años, imaginé que podía dirigir una; mi papá, como solía hacer, puso un disco con el Huapango de Moncayo y yo, al escucharlo, tomé mi batuta -un pequeño lápiz- y comencé a mover las manos simulando la acción. Cuando terminó me sentí extasiada, solo que, en ese momento, debido a mi corta edad, no comprendía qué era lo que estaba pasando. Me sentía feliz.
Llegó el momento de tomar una decisión que, aunque no definitiva, era crucial en mi vida. En el último año de preparatoria, debía escoger el área vocacional en la que me desarrollaría por el resto de mi vida. Ahora he descubierto que no era tan dramático como yo pensaba, pero en ese momento era una decisión bastante difícil para mí. Decidí escoger el área de las Humanidades y Artes y, aunque quería ser instrumentista, también quería estudiar otra carrera porque “de la música no se vive”, decían y siguen diciendo las personas mayores, y algunas de mi edad. Así que me parecía una buena opción cobijarme económicamente con la licenciatura en Historia. Yo lo sé, deben estarse preguntando: ¿de dónde saqué la idea de que el estudio de las humanidades era altamente remunerado? Pero, a mi favor, puedo decir que tenía dieciséis años, una edad bastante joven como para tener plena conciencia de la situación económica en el mundo profesional.
Después de un año, debía aplicar mi “Pase Reglamentado”; es decir, escoger una carrera a la que tendría acceso por mi promedio y número de años en los que cursé la preparatoria, sin necesidad de hacer otro examen, uno de los grandes privilegios que ofrece la Universidad Nacional Autónoma de México. Me inscribí directo en la carrera de Historia, pensando que, dado que para ingresar a la Escuela de Música necesitaba dos años de experiencia en la ejecución de un instrumento, los primeros semestres de la Facultad me servirían para completar ese requisito.
Intenté con el violín y no funcionó; quizá fue mi falta de perseverancia o la falta de oportunidad de tener un buen maestro, económicamente accesible. Después, se complicaron las cosas en Historia, me tuve que acostumbrar a leer a un ritmo inimaginable en mi vida y el cambio de rutina me afectó sobremanera. Con el paso del tiempo pude encontrar una buena organización que hizo más llevadero lo que me faltaba para terminar la carrera.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que no solo me interesaba la música en su ejecución, sino también los procesos sociales en los que se encontraba inmersa. Me apasionaban de la misma manera que cuando escuchaba una buena interpretación. Observar lo que pasaba en el espacio donde se interpretaba esa música y saber que era el resultado de un proceso mucho más complejo que la composición de un solo individuo, completaba mi experiencia cognoscitiva y me daba satisfacción.
Para mi sorpresa, se me presentó la oportunidad de cantar en un coro de la Escuela de Música, parte de una asignatura llamada Conjuntos Corales obligatoria en el Ciclo Propedéutico, de duración trienal y que se debe cursar antes de ingresar a cualquier carrera musical. Ahí pude vivir de cerca el ambiente del mundo artístico, por lo menos aquí en la Ciudad de México. Me recordaba a la batalla por el papel protagónico que había sufrido Nina Sayers (Natalie Portman) en El Cisne Negro (Black Swan), esa lucha por el papel principal sin importar pasar por encima de su compañera o, mejor dicho, de su rival. Algo parecido, pero en menor escala, sucedía dentro del coro; la competencia y desacreditación contra el otro tenían una constante presencia. Además, me tocó soportar “bromas” que expresaban casos de violencia normalizada, tales como preguntarme qué hacía ahí si no tenía formación musical, o apodarme “cachirul”, refiriéndose a que no pertenecía a ese lugar.
En ese momento me llegó el desencanto. Y la “cereza del pastel” se concretó cuando tuve la oportunidad de tomar clases teóricas dentro de la misma escuela. Cursé una asignatura llamada Filosofía del Arte, en donde no se hablaba de filosofía. Entonces, entendí: aquello que buscaba no estaba ahí. Ni siquiera lo sabía con seguridad, pero tenía la vaga noción de que quería conjuntar mis dos pasiones: la Música y la Historia, puesto que habían ocupado un lugar importante en mi corazón.
Dejé la Escuela de Música y comencé a intentar por el lado de las Humanidades. Cuando busqué una vía en mi Facultad para poder estudiar la música desde su contexto social, tampoco la encontré. La Historia Cultural era el único campo en donde podía encajar mi interés, aunque de manera forzada. Cabe señalar que ahí se encuentra todo lo que en las otras categorías de investigación histórica tradicional no se puede abordar.
A lo largo de todo este andar intenté aproximarme a distintos temas desde distintas perspectivas, pero me di cuenta de un problema recurrente que tiempo después encontré especificado en el libro Escuchar a la razón de Michael P. Steinberg. Parafraseando al propio autor me hallaba ante un conflicto en el estudio conjunto de ambas disciplinas. Los músicos solían aislar las piezas musicales de su contexto social, dando el crédito de su creación únicamente a su autor y enfocándose mayormente en su técnica interpretativa. Por otro lado, los historiadores y humanistas no se atrevían a designar a la música como objeto de estudio debido a la falta de formación artística (Steinberg, 2008); y, finalmente, el estudio de la Historia del Arte, se encontraba limitado el arte plástico, en la mayoría de veces.
Conforme avancé en mi formación histórica descubrí que mi sueño había cambiado: aunque amaba la música, no quería estar en un escenario, y mucho menos después de vivir de cerca el ambiente profesional. Por lo tanto, deseché la idea de estudiar una carrera musical. Ahora me encontraba ante un nuevo reto: abrirme paso en la investigación de la música en un ambiente donde no encontraba un camino certero. Sin embargo, hubo profesores que apoyaron mi búsqueda, con los cuales me encuentro profundamente agradecida.
Ahora tengo claro a qué me quiero dedicar: al estudio de la Música en conjunto con la Historia Cultural de su tiempo. Afortunadamente, la situación de los ambientes musical e histórico también ha ido cambiado, y cada vez se han abierto más espacios para designar a la Música como objeto de estudio para la Historia. Uno de ellos es aquí, en Guendabi’chi’ A.C. y su revista QUIXE. Corazón de cultura y humanidades. De no ser por la oportunidad que me han dado, quién sabe dónde hubiera podido expresar este sentir. Otro de esos espacios es el Seminario Permanente de Historia y Música en México, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en cuyo coloquio anual participé un par de veces y del cual ahora formo parte. De esta experiencia me gustaría compartirles. Pero eso será tema para otra ocasión.
Bibliografía
Steinberg, M. (2008) Escuchar a la razón: Cultura, subjetividad y la música del siglo XIX. España. Fondo de Cultura Económica.
Teresa de los Ángeles Cortés Villa es pasante de la licenciatura en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Forma parte del Seminario Permanente de Historia y Música en México de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Actualmente forma parte del equipo de Redacción Digital QUIXE.