Por Abigail Montealegre
A lo largo de la historia, en México y el mundo se han vivido una serie de epidemias que cobraron la vida de miles de personas; así como perturbaron la tranquilidad de quienes sin padecer la enfermedad sufrieron indirectamente sus consecuencias. Ante los signos de alarma y el avance de los contagios, cada gobierno en su debido momento implementa medidas sanitarias que contribuyan a aminorar los niveles de contagio con la intención de disminuir el índice de muertes que cause la enfermedad.
Ante epidemias como la peste, el cólera o, más recientemente, la Influenza H1N1 (gripe porcina) y en los últimos meses el COVID-19, que se han extendido por diversos continentes alcanzando niveles pandémicos, una de las principales medidas sanitarias es el aislamiento: se recomienda que las personas no salgan de sus casas para evitar la propagación de la enfermedad. Este tipo de medidas alteran nuestro ritmo de vida cotidiano, trastornan nuestras actividades y la manera en que nos relacionamos, pero sobre todo nos llevan a actividades que nos ayuden a “matar el tiempo”.
Actualmente, el avance en las tecnologías permite que, a pesar de estar aislados en casa, continuemos conectados con el mundo. Las redes sociales juegan un papel importante en tanto que, para algunos, pueden ser una fuente inagotable de entretenimiento haciendo que las horas, los días, las semanas se pasen volando. Por otro lado, contamos con plataformas de entretenimiento donde podemos hacer maratones de películas o de nuestra serie favorita, y muchos trabajadores tienen el privilegio de poder realizar sus actividades desde casa. Es decir, hoy en día existen diversos recursos que nos permiten pasar el rato y dejar que el tiempo siga su curso y sin sentir la pesadez del aislamiento. Sin embargo, es sabido que esto no fue siempre así y, de una u otra forma, las personas idearon maneras de salvaguardarse de epidemias que amenazaban con quitarles la vida. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué hacían las personas de otras épocas durante el aislamiento y sin internet?
Para poder responder a dicha pregunta, existe una gran variedad de literatura que nos permite ver los efectos de las epidemias a nivel social y cotidiano. En esta ocasión elegimos El Decamerón de Giovanni Boccaccio (Figura 1), el cual toma como punto de partida y contexto la Peste Negra en la Italia de 1348.
La muerte negra está en todas partes
Giovanni Boccaccio comienza su obra dando un breve repaso sobre el contexto que se vivió durante la Peste Negra, no sin antes lanzar la advertencia de que el relato puede generar sentimientos tristes en quien la lea debido a la epidemia por la cual acababan de pasar, la cual terminó con un gran número de personas, pues las condiciones de salubridad, así como la sobrepoblación hicieron que se propagara rápidamente. Esta enfermedad no distinguía estatus económicos y su cura era desconocida. Sus síntomas eran fiebre, tos con sangre, sangrado por los orificios del cuerpo y la aparición de bultos en ingles y sobacos, a los que la gente llamó “bubas”; dichos síntomas eran una señal de muerte segura. El autor menciona cómo la enfermedad se transmitía de persona a persona, y era tan contagiosa que, nos dice, incluso bastaba con tocar los objetos utilizados por los enfermos para contraerla y morir.
Giovanni nos narra que hasta los animales se podían contagiar y morir al instante. Para corroborarlo, escribe algo de lo que él fue testigo; menciona que en una ocasión “yacían en la vía pública los harapos de un pobre hombre muerto algo antes y dos puercos, que se acercaron a ellos los comenzaron a oler y mordisquear, según su costumbre, y al poco rato, tras algunas convulsiones lo mismo si hubieran tomado veneno, cayeron muertos sobre los mal compuestos andrajos” (Boccaccio, 1994, pág. 14). Este pequeño extracto, más allá de revelar los posibles efectos de la enfermedad sobre los puercos, nos habla acerca de las condiciones en las que vivían las personas en la Florencia de 1348, pues los muertos quedaban en las calles, convirtiéndose en un foco de infección de otras enfermedades.
Esta epidemia no solo trajo consigo síntomas físicos mortales, sino síntomas sociales que se relacionaron con el incremento de las muertes. Por un lado, la población comenzó a abandonar a sus enfermos, alejándose de sus casas con tal de conservar su salud. “Era tal el pánico influido por la enfermedad en el pecho de hombres y mujeres, que el hermano abandonaba a la hermana, el tío al sobrino; y cosa mucho más grave y más increíble, los padres procuraban no visitar ni atender a los hijos, como si no fuesen suyos” (Boccaccio, 1994, pág. 15). Las autoridades decayeron y las instituciones comenzaron a disolverse, pues mientras unos morían otros abandonaban sus responsabilidades y se encerraban en sus casas. Esto generó una crisis social, ya que las personas sanas se sentían en libertad de hacer lo que quisieran sin temor alguno a las represalias. El número de muertos aumentó debido al abandono de los enfermos. Incluso, nos dice Boccaccio, muchas de las personas que pudieron salvarse si hubieran sido atendidas sucumbieron debido a la falta de cuidados.
A grandes rasgos, este era el desolador panorama que las personas vivieron durante la propagación de la Peste Negra y, como ya se ha mencionado, el aislamiento voluntario fue una de las medidas tomadas por los pobladores sanos que buscaban preservar su salud. La mayoría de las personas que pudieron aislarse de la epidemia fueron hombres y mujeres de elevados recursos económicos.
El privilegio del aislamiento
El Decamerón muestra que el aislamiento, además de voluntario, es una cuestión de clases sociales y privilegios. Mientras los más pobres morían en las calles de Florencia, ya fuera por el hambre o por la peste, aquellos que gozaban de cierto estatus y que por suerte aún no habían sido alcanzados por la enfermedad, podían aislarse para salvaguardarse de ella y continuar disfrutando de los lujos a los cuales estaban acostumbrados.
Boccaccio elige a diez personajes principales: siete mujeres, doncellas que no sobrepasaban los 25 años, “discretas, de noble sangre, de bellas formas, de costumbres decorosas y honradamente vivarachas” (Boccaccio, 1994, pág. 17) ,y tres hombres honestos, valientes y jóvenes. El encuentro fortuito de los personajes se da a las afueras de una iglesia de Florencia en donde las mujeres se encuentran reflexionando acerca de los estragos que la peste ha ocasionado, las pérdidas familiares sufridas y el traumático recuerdo que les había quedado de la imagen de sus seres queridos en sus últimos momentos. Este panorama llevó a una de las doncellas, Pampinea, a considerar partir fuera de los muros de la ciudad y buscar un refugio:
Yo considero lo más acertado, aunque ignoro si vosotras coincidiréis conmigo, que, como muchos otros han hecho antes, abandonemos estos lugares y, rehuyendo como la muerte de los deshonestos ejemplos ajenos, nos instalemos en las fincas campesinas que todas poseemos en abundancia, para entregarnos allí a todas las fiestas, regocijos y placeres de que podamos gozar sin traspasar los límites de la razón (Boccaccio, 1994, pág. 18).
Cuando las siete mujeres coinciden en que la solución de Pampinea es resultado de un buen juicio suyo, comienzan a elaborar el plan para marcharse de tan terrible lugar. Ante dichas circunstancias, Filomena señaló que resultaba necesario ser acompañadas por algún hombre, puesto que solo el dominio de este permitiría que el buen juicio y el decoro de las mujeres permanecieran intactos. Ante tal escenario, aparecen tres jóvenes mancebos que buscaban a sus predilectas, las cuales se encontraban entre las siete mujeres reunidas. La invitación fue extendida a dichos hombres y una vez que estos aceptaron acompañarlas, pusieron en marcha su plan.
Tanto mujeres como hombres prepararon sus respectivos ajuares y, junto con los miembros de su servicio personal, marcharon al campo y ocuparon un hermoso castillo, el cual fue limpiado y organizado por los sirvientes para el buen gozo y deleite de sus patrones. Antes de comenzar a realizar las muy ansiadas actividades de regocijo, los diez miembros acordaron establecer un orden que les permitiera vivir festivamente pues, de lo contrario, el desorden reinaría en el lugar. Finalmente, se decidió que el gobierno sería tomado aleatoriamente por cada uno de los miembros del grupo, el cual sería rey o reina por un día y ordenaría las actividades a realizar.
Así es como el aislamiento se volvió un acto privilegiado, pues a aquella decena de personas nunca les faltó comida, bebida, ni un lugar apropiado para descansar; los hombres y mujeres se entregaron al pleno goce de sus beneficios olvidando a quienes, fuera de su hermoso castillo, sufrían los estragos de la epidemia. El acto, en sí, es un reflejo de la crisis social que se presentó en aquella época, pero que en realidad no difiere de lo que presenciamos actualmente.
Hoy en día, el aislamiento sigue siendo un privilegio para aquellos que tenemos la oportunidad de trabajar desde casa, quienes podemos mantener las medidas de higiene apropiadas para evitar contraer un virus que se ha extendido por el mundo, olvidando en gran medida a todos aquellos que no cuentan con las condiciones adecuadas para resguardarse en sus hogares. En el aislamiento para los hombres y mujeres del medievo, así como en la actualidad, el principal problema deja de ser la enfermedad y se convertía en la duda de ¿qué hacer para gozar de mi encierro?
La salvación hecha diversión
Una vez que los personajes de El Decamerón se encuentran a salvo de la enfermedad que asola a su pueblo, deben pensar en qué hacer mientras dure el encierro. Las propuestas son muy variadas, aunque no tan amplias como hoy en día. Durante la primera jornada, bajo el reinado de Pampinea, se acordó que, a partir de ese momento y en los días posteriores, para pasar las tardes se reunirían todos a narrar diversas historias, las cuales llevarían un tema en particular, el que el rey o reina en turno eligiera. De esta manera pasarían el tiempo, echando a volar la imaginación o recordando alguna que otra historia, todas y cada una de ellas con el objetivo de producir gozo entre los miembros del grupo.
De tal forma, en este libro, se engloban un total de cien narraciones hechas por los diez personajes, a razón de diez relatos por día, algunos más largos que otros. Cada narración aborda un asunto particular, ya sea el amor, las bromas, la inteligencia o la fortuna, aunque existen algunas jornadas en las cuales cada miembro del grupo es libre de elegir el tema del cual tratará su narración. Todas y cada una de las historias cumplió el objetivo principal de entretener a las personas y pasar el rato. Así que ahora, poner a la familia al tanto de lo que acontece con los vecinos no suena tan mala idea, ¿cierto?
Los días transcurrían con diversas actividades, solían comenzar con un desayuno lleno de muy ricos y abundantes alimentos, verdaderos manjares que nuestros personajes disfrutaban al despertar. Posterior a ello, se reunían para bailar y cantar durante largo tiempo hasta la hora de la comida, donde los alimentos no eran menos abundantes ni menos apetitosos que los del desayuno. Algo que acostumbran hacer nuestros personajes era tomar una siesta después de comer. Se cambiaban y descansaban en sus respectivas habitaciones hasta que el rey o reina en turno despertaba y hacia que todos se levantaran y emprendieran largas caminatas o bien fueran libres de entregarse al gozo, realizando de manera individual o colectiva todas aquellas actividades que desearan. Llegado el momento oportuno, se reunían en el lugar más apropiado para contar sus historias, que solía ser en algún jardín, alrededor de una fuente o lago (Figura 2).
Los días santos en los cuales guardaban reposo y evitaban los cantos, bailes y las muy entretenidas historias, estaban dedicados a realizar algunos rezos y reflexiones individuales. Hasta este punto, se han revelado algunas de las actividades que las doncellas y los mozos solían realizar las cuales, además de entretenerlos, los llenaban de gozo y alegría. Sin embargo, dentro de la narración existen otros personajes: los sirvientes. Dichos personajes pasaban los días dedicados al buen servicio de sus patrones: cocinaban, preparaban bebidas, aseaban las habitaciones, preparaban la mesa, salían para abastecerse de los insumos necesarios, charlaban entre ellos o discutían, como fue el caso de Licisa y Tíndaro, cuando debaten sobre el actuar de las mujeres antes del matrimonio (Boccaccio, 1994, pág. 231).
Como era de esperarse, las opciones para pasar el tiempo en aquellas épocas eran, por mucho, menores a las de hoy: cantar, bailar, comer, dormir, narrar historias, pasear por los jardines o bosques de las grandes fincas, contemplar la naturaleza y algunos rezos eran su principal entretenimiento.
Así que, si durante el presente aislamiento tu principal problema es qué hacer para matar el tiempo y no morir en el intento, puedes hacer uso de los múltiples recursos que los avances tecnológicos nos ofrecen: mantenerte informado, hacer conciencia de que formas parte de un pequeño sector privilegiado que se encuentra en casa y, si te quedas sin luz y sin internet, puedes charlar con los miembros de tu familia. Si vives solo o sola, siempre quedan nuestras mascotas o plantas, aprender a cocinar o intentar una nueva receta. Puedes leer un buen libro, -te recomiendo La peste de Albert Camus-, o bien puedes escribirlo tú. No esperes a que la epidemia pase como lo hizo Boccaccio, este es tu momento, cuenta historias, has historias.
Bibliografía
Boccaccio, G. (1994). El Decamerón. (J. L. Ignacio, Trans.) España: Ediciones 29.
Janely Abigail Montealegre Paz es historiadora por la Universidad Nacional Autónoma de México (FES-Acatlán), pre especializada en arte y cultura mexicana. Ha participado en coloquios nacionales. Interprete de Museos e Instituciones Culturales, certificada por la RED Conocer, actualmente docente de ciberescuela en el programa PILARES, colaboradora de Fundación Guendabi’chi’ A.C. Contacto: janely.montealegre@gmail.com